Un blog sobre lecturas, transculturización y mestizajes

viernes, 21 de enero de 2011

CRISTIANISMO E ISLAM: LA RELIGIÓN COMO EJE CONCILIATORIO EN LA ESCRITURA

Texto presentado en el I Congreso Internacional Religión y Literatura-University of Texas San Antonio

A diferencia de los distintos trabajos que han sido expuestos en esta conferencia, mi texto es estrictamente un ensayo literario, una aproximación al mundo de la religión a partir de mi experiencia como escritora, y un intento por analizar, introspectivamente, el papel de ésta en la creación literaria.

Hace apenas unos días, mientras hacía una lectura de mi obra, un compañero escritor me preguntó si era yo muy religiosa. La pregunta no me sorprendió, pues en la mayoría de mis libros hay un referente religioso, aunque, entre paréntesis, me hizo cuestionarme sobre la lectura que se estaba haciendo de mi obra y por añadidura la escasa diferenciación que se trazaba entre el yo lírico y el biográfico, entre el poema y la vivencia de la que parte. Como es sabido también, la crítica y los lectores siempre encuentran cosas que el escritor mismo nunca se planteó, así que el cuestionamiento era legítimo y sencillo de contestar desde el yo personal, menos sencillo desde la perspectiva literaria. A partir de la pregunta, tuve que plantearme cuál era el papel de la religión en mi escritura, pues aunque nunca fue mi intención inscribir mis textos dentro de la temática religiosa, es indiscutible que ésta juega un papel sustancial en ellos. Mis últimos tres poemarios, Y comerás del pan sentado junto al fuego, De cruz y media luna, y Miércoles de Ceniza, hacen clara alusión a temas religiosos. Para exponer la relación entre religión y escritura me remitiré a uno de mis libros, De cruz y media luna, el de más claro signo religioso y el que usualmente sucita más curiosidad por la polaridad que presenta: el Cristianismo y el Islam personificados en el hijo mestizo.

El proceso de transfronterización no me es ajeno. Nací geográficamente en una frontera, vivo muy cerca de la frontera, como mujer estoy acostumbrada al concepto de frontera y vivo además en un constante contacto con la cultura iraní, con la diáspora iraní y con el país que le da origen. Los elementos multiculturales forman parte de mi vida y como realidad biográfica se proyectan también en la realidad literaria. En un mundo así, transfronterizo, los esquemas rígidos resultan inservibles para explicar la permeabilidad y la mutación de las culturas en contacto. En un mundo así, la religión y la poesía tienen la posibilidad de entrecruzarse y convertirse en el corpus que ofrece la legitimación de los espacios contrarios.

Haciendo un breve recuento de De cruz y media luna, el poemario inicia con la presentación de la novia-esposa al pasado del novio-esposo, a través de un recorrido por los barrios de la infancia de éste, en su país de origen. Un encuentro del mundo de él, procesado a través de la visión de ella y que culmina con su deseo de unir ambos mundos en el hijo que aún no ha sido procreado:

Camino con tus pies,

reconociendo en cada callejón la última piedra.

No me avergüenzan nada mis zapatos sumisos

que te siguen en la escarpada ruta de la infancia

ni mi torpeza para vestir el velo

que a ambos nos parece tan extraño

sobre mi pelo negro

sobre mi nombre lejano y extranjero.



Y encontramos el tiempo sumergido en ese barrio

de sílice,

intacto como si Habib acabara de pasar vestido de novio

con sus veintidós años y tu madre vestida de alegría,

el velo transparente y las monedas de la gorra

impávidas sobre la frente amplia,

sobre la gratitud

de haber sido invitada a esa jornada.

Y entramos andando entre la roca a tu primera casa

y lloraste

y me prestas tus ojos agrietados para ver ese mundo

de infancia y de recuerdo.

Pienso en el hijo que algún día quizá

saltará de la piedra a mi regazo,

de tu mundo de cabras y montañas al mar y sorgo

de mi mundo.

Camino con tus pies,

con el vientre sin hijo preñado de esperanza.

Camino con tus pies,

como una novia que saluda con frases de otra lengua

a tus fantasmas.



A partir de ese primer encuentro el poemario se subdivide en tres partes: la fecundación, el gozo de la maternidad, y los cantos al hijo mestizo que habrá de moverse en dos mundos diferentes: el del Islam, representado por el padre, y el del cristianismo, representado por la madre.

El texto es, efectivamente, un canto al mestizaje. La esperanza de que las religiones, como símbolos de representación cultural, ofrezcan la reconciliación de culturas dispares a través de la generosidad y el mutuo entendimiento, de la amplia base que comparten.

Es posible que la propuesta sea ilusoria, que las religiones, como construcciones culturales que son, sobrevivan precisamente a través de la negación del otro o de los otros, volviendo cualquier permeabilidad imposible de aceptar, so pena de diluirse. Sin embargo, también es cierto que no que toda religión conlleva sincretismos, la mayoría de las veces desconocidos por los propios practicantes.

En mi poesía, sin embargo, la religión aparece como engranaje espiritual que libera, pero únicamente a través de la aceptación del otro, aunque incluida también la posibilidad de la negación completa de los mundos religiosos. Así, el hijo tiene la posibilidad de tomar la amplia base común que sostienen el islam y el cristianismo, amalgamarlos como se hizo con su código genético, y volverse ambos o la posibilidad de ignorar los dos esquemas religiosos si así se desea, pues la oración está hecha de todas formas, quedando construida en la existencia misma.

Tus abuelas rezaron cada una

en su sitio todos los días de su vida.

Arababé, limpias sus manos y sus pies,

contrito el rostro, en la mezquita.

Mi madre, mirando hacia lo alto

al pie de la cruz en una iglesia.

Los abuelos, cada uno en su contexto,

optaron por ser libres.

No sé si lo lograron.

Tampoco sé si rezaron en la pena.

Fueron buenos.

Hoy son los únicos que saben la verdad.

Tu padre te enseñará a rezar

inclinando la frente sobre el suelo

sencillo y limpio de una alfombra.

Hacia el este tu cara infantil

intacta de nostalgias.

Te habré enseñado yo a arrodillarte

y a cruzar por tu rostro la señal de otra fe.

Quizás un día te venga bien

recostar tu rostro adolorido sobre el

suelo y repetir un Padre Nuestro

o arrodillarte en una iglesia y cantarle

a Dios el Misericordioso, el Compasivo.

Se vale rezar en cualquier lengua

o no rezar.

La oración eres tú.

















Pero si la religión ofrece la posibilidad de conciliarnos y reconciliarnos, de hermanarnos como hijos de una misma creación, la poesía ofrece la posibilidad de adentrarnos en el conocimiento de lo que debería ser, y es, en la iluminación del instante poético. El vislumbre de la verdad al que se llega a través de la búsqueda de lo divino y la belleza. En ese sentido, tanto religión como poesía se enfrentan abiertamente al gran misterio, lo intuyen, lo recrean, lo prolongan a través del verbo, de la palabra.

Es decir, lo que en el mundo real dista mucho de ser fácil, tanto en el poema, como en la oración, se facilita. Sabemos que el mestizaje conlleva siempre una buena dosis de enriquecimiento y de dolor. Las culturas, en general, son reacias a aceptar al otro, aquel que no constituye una parte esencial de su identidad, aunque irónicamente, sirva, en su diferenciación, para definirle. Dentro de estos espacios aparentemente estáticos, el mestizaje crea huecos, espacios abiertos que representan al otro dentro del cuerpo cultural homogéneo. Para que estos espacios no sean una amenaza a la integridad cultural, se minimalizan de dos formas: a través de la inclusión del mestizo en el corpus socio-cultural, negándole cualquier rasgo que represente a la otra cultura, limándole los rasgos extraños o distintos, o negándole los rasgos afines y etiquetándolo como “extranjero”. Es decir, de las dos formas, la intención es deshacer el mestizaje, aniquilarlo para que corresponda a los esquemas sociales establecidos. Estos patrones socioculturales, reales indiscutiblemente, quedan disipados en el alumbramiento poético.

Así, aunque dentro del panorama cultural, el sujeto vocativo de mi libro, el hijo, sea juzgado musulmán por los cristianos y cristiano por los musulmanes, en el texto poético aparece como un ser completo, amplio, ilimitado, pues ha sobrepasado las fronteras impuestas. La titánica tarea de reconciliar estos dos mundos, sólo puede ser posible a través del amor, pues la historia común de ambas religiones tiende a recrearse a partir del conflicto de las cruzadas (donde la identidad europea se forja alrededor del cristianismo, y más específicamente alrededor de la lucha en contra de la “herejía” musulmana. Es un movimiento pendular de Occidente a Oriente, que no a la inversa y que determinará para siempre la perspectiva europea del mundo musulmán. Asociado al conflicto político y económico, la racionalización europea del mundo del oriente medio queda emblematizado en su religión, así el medio oriente se define no por la disyuntiva política y económica que representa, sino por el Islam, construcción cultural que sobrepasa los límites religiosos para incluir todas las agendas sociales y políticas que se han venido creando en el entretejido de los siglos).

En este panorama cultural vejado por las tradiciones, el mestizaje de mi libro propone solventar los conflictos a través del amor, ese extraño invertebrado de la historia, al que todos, escritores o no, hemos recurrido en nuestra primigenia intención de prolongarnos.

De cruz y media luna te forjamos la sangre

en una noche oscura,

ancestral y callada,

donde el amor perdió la pista de la historia.

Nos amamos sin miedo,

sin culpas de otros siglos.

Cerramos la ciudad.

El portón cobrizo del deseo nos protegió los nombres.

Le amé como una hambrienta,

me amó como un sediento.

Aprendí que en él podía ser otra,

aprendió que en mí podía ser otro.

Depositamos la semilla sagrada

en el azul violáceo de mi vientre y esperamos en paz.

La noche del eclipse brotaste como el fuego.

Los pájaros callaron.

Él y yo nos miramos.

Hundimos los reproches de mil generaciones

en el dátil oscuro de tus ojos, en ti, recién llegado.

Yo coloqué la cruz que llevas en el pecho.

Él te puso en las manos la media luna blanca.





El hijo es pues la construcción del amor. Amar es después de todo, perdonarnos, recuperarnos, ampliar las fronteras del cuerpo y del espíritu, reconocernos en el otro, el otro que no es yo y que se nos parece tanto. Y escribir es, entre otras cosas, vivir muchas alturas, consagrarse, sondear los recintos propios de la paz, de la humanidad, del equilibrio, cerrar heridas, disipar miedos, confrontar lo que llamamos realidad, desde el mundo interior, con los ojos cerrados, como dice el poema de Pedro Salinas. En este sentido toda escritura posee el deslumbramiento de la exploración, la capacidad esperanzadora del análisis, la ecuanimidad y la certeza de la búsqueda. Es decir, escribir poesía es reconciliarse con el mundo y conciliar todos los mundos. Una vez rotos los esquemas de la realidad, asentados en el plano de la imaginación, la literatura tiene la maravillosa capacidad del saneamiento. Así como las religiones conllevan la capacidad de la armonía, la escritura también ofrece la posibilidad de crearla a través de la construcción de un mundo deseado.

En mi caso personal, he intentado yuxtaponer dos mundos parecidos, el de la religión y el poético, para incrustar en éstos, dos formas de vida, dos historias, dos tradiciones reconciliadas. ¿El fruto? Un ser humano en cuya propia existencia se reivindique la violencia histórica. El otro fruto un texto conciliatorio, un trozo de papel en el que se aspire a lo mejor de la humanidad.

viernes, 29 de agosto de 2008

DE CRUZ Y MEDIA LUNA/RESEÑA POR SARA URIBE

Para Elvia Ardalani lo primero es la sed, un nombre que alguien pronuncia en un idioma extranjero, un antiguo camino labrado por la arena, un periplo ajeno que se vuelve propio en el azogue de la memoria y el deseo; lo primero es el hambre, la húmeda feracidad de los cuerpos que se construyen con la arcilla del alba, que se alimentan de tempestades y naufragan en busca del vocablo exacto que desdiga sus fronteras; lo primero es el abismo, la ausencia colmada, el sedimento y la gota prístina del calostro infinito, del llanto inaugural que todo lo despierta, que todo lo renombra. Para Ardalani lo primero es la presencia.
De cruz y media luna evidencia la metáfora del ser y la existencia, todo en su poética es circular, cíclico: la nostalgia y el instinto, el silencio cósmico y la fugacidad de la carne, el vendaval y lo pétreo, la permanencia del origen y las lumbres, el hueco sideral y los universos minúsculos, lo arbóreo y lo telúrico, los presagios y la inmediatez de un vientre que germina una hendidura, una música marítima que bifurca la vida, que reproduce una y otra vez el barro fresco de la semilla y la esperanza. La fecundidad amniótica de lo húmedo teje su red semántica en los poemas de Ardalani, como una leche subterránea y transparente creadora de urdimbres primigenias, como un símbolo de lo posible, de la potencialidad del lenguaje y de la finitud temporal.
De cruz y media luna es también el registro lírico de una intersección multicultural: mismidad y otredad se entrelazan en un sincrónico vórtice que conjuga lenguas, credos y dioses. Las raíces familiares, los olores, sabores y canciones que revisten la cotidianidad de la tradición, configuran la identidad y el horizonte de comprensión de los habitantes de los poemas de Elvia Ardalani: un hombre y una mujer que emprenden bajo un mismo paso sus propias búsquedas y por amor se trascienden a través de la concepción de un hijo que no se define como herencia signada, sino más bien como un eje de múltiples posibilidades existenciales.
La poesía de Ardalani reúne en torno a la lucidez y contundencia de su palabra, una serie de referentes que nos vinculan de manera directa e irreversible con su experiencia poética: la necesidad de ser saciado, la posibilidad de ser uno mismo en el otro, la pertenencia a un núcleo identitario, la solidez de los lazos filiales y el reconocimiento de la libertad. De cruz y media luna alberga una poética corpórea que otorga un rostro fidedigno a las imágenes propuestas, hay en su voz y en su mirada una silenciosa transparencia, el ritmo de una respiración que se agita y se aquieta; hay detrás de todos sus versos la imperturbable certeza de lo amado.


Sobre Sara Uribe
Nació en Querétaro en 1978 y radica en Tampico, Tamaulipas desde 1996. Poeta. Licenciada en filosofía. Directora del Archivo Histórico de Tampico. Ha publicado los libros Lo que no imaginas (Conarte, 2005) y Palabras más, palabras menos (IMAC, 2006). Premio de Literatura del Noreste Carmen Alardín 2004.Premio Nacional de Poesía Tijuana 2005.Premio Nacional de Poesía Clemente López Trujillo (Bienal de Literatura Yucatán 2004-2005).

martes, 22 de julio de 2008

FRANCISCO MACÍAS VALDÉS: SOBRE EL DIFÍCIL ACTO DE LA TRADUCCIÓN POÉTICA

Traducir, en general, no es fácil. El lenguaje está intrínsicamente relacionado a la experiencia sociocultural y por lo tanto a todos aquellos pormenores emocionales que surgen de tales vínculos. El caso del humor y las aristas que conlleva a la hora de la traducción, es más que conocido. Todo esto se acentúa en la traducción poética. En poesía todo es ambigüo, las significaciones plurivalentes y, sin embargo, el lenguaje poético sigue partiendo de una experiencia sociocultural clara y definida, lo mismo que el registro diario del lenguaje. Recientemente, platicando con un poeta, me comentaba que la poesía únicamente debe ser traducida por poetas. No estoy del todo de acuerdo. Es decir, hay traductores de poesía que tienen la suficiente sensibilidad poética para recrear el texto de tal forma que logre producir un efecto similar al del poema original. Son los traductores que se vuelven verdaderos poetas en el delicado acto de la traducción. Por otro lado, y haciendo honor a la verdad, los poetas también pueden ser pésimos traductores. Se da el caso de los poetas que al traducir, posiblemente conducidos por la propia vocación, se dejan llevar por las palabras y su visión estética, creando traducciones en las que poco queda del texto original. No estoy implicando que un poeta no pueda ser un buen traductor de poesía, ni que un traductor que no es poeta es el único calificado para traducir. Simplemente es cuestión de situaciones, de balance, y sobre todo, de talento.
En este sentido Francisco Macías Valdés es un excelente traductor poético. Pocas personas saben que, de hecho, vive de la traducción. Mi encuentro con él fue fortuito, una de esas cosas que pasan en la vida y son verdaderas bendiciones. Hace varios años fue mi alumno en una clase de literatura medieval, uno de los estudiantes más brillantes y más cultos que he tenido. En aquella ocasión le regalé la primera edición de De cruz y media luna, publicado en Tierra de Libros. Después Francisco se marchó a Colorado, a continuar sus estudios de Literatura Inglesa. Un día me escribió para contarme que estaba traduciendo algunos poemas del libro y me los envió. Me impresionaron sus traducciones, así de simple. Los mitos de que una mujer debe ser traducida por una mujer o de que sólo un poeta puede traducir a otro, cayeron bajo su propio peso. Francisco es un traductor nato, basta saber su biografía para entenderlo, conoce bien los dos mundos y las dos lenguas. Tiene una tendencia irrevocable hacia la pulcritud y el detalle, imprescindibles en el acto de la traducción. Y más que nada tiene sensibilidad poética. Ha hecho algunas incursiones en el desarrollo de su propia obra, pero sigue estrujándole el corazón la recreación poética. A mí me impresiona de manera particular su respeto por el texto original y su capacidad para rehacerlo en otra lengua como si hubiera nacido de ella. El escritor Raúl Macín (Q.E.P.D), editor de la segunda edición del libro en Claves Latinoamericanas, y buen conocedor de la lengua inglesa, quedó profundamente impresionado por las traducciones, y cuando se lanzó al proyecto no dudó en llamar a Francisco para que hiciera la traducción completa.
Francisco Macías Valdés ha demostrado su capacidad más allá de este libro, y seguirá haciéndolo. No lo digo yo, lo dicen varios expertos. Me consta que es buscado por muchos poetas y editoriales. También me consta que es selectivo y que no traduce poesía si no siente el aguijonazo: esa vital necesidad de adentrarse en un texto ajeno y volverlo propio. Así se forja un traductor.